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miércoles, 28 de octubre de 2009

Cuarto Relato (Concurso WizzHard Books)

“…participaron gran cantidad de magos y duendes, pero luego resultó un fiasco ya que Ug el Informal había pagado con oro de los leprechauns.
Anemia Ripley, 4º de Gryffindor”
La muchacha dejó la pluma sobre la mesa y se frotó los ojos cansados de tanto esfuerzo. Llevaba toda la noche haciendo las tareas atrasadas y repasando con la única luz que proporcionaba la chimenea. La medianoche había pasado ya hace horas y el sueño la tentaba. El cómodo sofá de su sala común no era de gran ayuda. Lo único que mantenía despierta era la terrible tormenta que se estaba desatando afuera. La cortina de agua no permitía ver más allá de la ventana y el estruendo de los truenos había estado ocultando el rasgueo de su pluma contra el papel y los sospechosos sonidos procedentes de la entrada a la torre.
Bostezó y cerró el libro de Historia de la Magia, renunciando a intentar aprenderse los nombres de todos los duendes que participaron en la Revuelta. Lentamente comenzó a recoger los pergaminos llenos de apuntes que había desparramados sobre el suelo, peligrosamente cerca del fuego. Sintiendo que iba a caerse rendida en cualquier momento, ascendió por las escaleras hasta su dormitorio. Con todo el cuidado del mundo, giró el picaporte y empujó la puerta. Un sonoro chirrido tiró por tierra sus silenciosas intenciones. Miró a sus compañeras de cuarto, preocupada durante unos instantes, pero ninguna se había despertado. Si no lo habían hecho con aquel penetrante frío y el extraño ruido que… Se detuvo un momento, aún con la mano en el picaporte y un escalofrío recorrió su espalda. Recordó todo lo que había estudiado sobre los dementores y temió por su salud mental. Recorrió lentamente la estancia con la mirada y descubrió el origen del ambiente que reinaba. Una de sus amigas se había dejado la ventana abierta cuando había subido a acostarse. Soltó la puerta e inmediatamente después un golpe la hizo girarse. Tan solo había sido el portazo que había provocado la corriente. Se obligó a sí misma a calmarse. Solo porque fuese de noche, estuviese oscuro y no hubiese nadie más despierto en todo el castillo no tenía que comportarse como una niña de primero, tonta y asustadiza.
Guardó los libros en su baúl y cerró la ventana, pero por poco no se pilló su mano izquierda. Realmente se estaba comportando de una forma muy estúpida. Primero la puerta, luego la ventana y, por último, el haberse olvidado de llevar una luz consigo para no matarse. De todas formas no merecía la pena encenderla ya. Con el pijama en una mano y el cepillo de dientes en la otra se encaminó hacia el baño. Allí todo le resultó más fácil.
Unas velas alumbraban levemente la estancia dándole un toque un tanto siniestro. Con parsimonia se cambió de ropa y dobló su uniforme. Siguiendo con su ritual puso un poco de pasta verde, de menta, sobre su cepillo y se frotó los dientes con energía mientras tarareaba una canción. Con los ojos cerrados escupió la espuma y se enjuagó bien con el agua, aprovechando para lavarse la cara. No levantó la vista mientras se secaba el rostro, pero quizá debería haberlo hecho. Sus ojos ambarinos se toparon con unas pupilas que la observaban ávidamente, rodeadas por un intenso y estremecedor iris borgoña. Notaba el frío que desprendía su visitante al exhalar y susurrar en su oído. Las velas se apagaron sin producir un simple ruido.
El hombre recorrió con la punta de su varita la silueta de su presa en silencio. La muchacha no se atrevía a enfrentarse a su mirada. Cerró los ojos y tanteó su bolsillo desesperada en busca de su arma. Unos finos dedos, helados, suaves, se cerraron en torno a su muñeca y presionaron sin piedad. La varita cayó de sus manos. La chica notó como cada una de las fisuras recorría sus huesos e, impulsivamente pisó a su agresor. Su agresor la soltó con un siseo de desagrado y desapareció. Anemia no lloró de alivio, ni suspiró, ni se abrazó a sí misma como habría hecho cualquier persona normal después de una situación como aquella. Porque ella sabía algo, algo que la aterraba, la carcomía y amenazaba con matarla antes que su asesino. Volvería y, con toda seguridad, esa misma noche, en ese castillo, para degollarla, cortarla en pedacitos y saborear su dolor como si fuese un delicioso caramelo. Aprisa se agachó y tanteó el suelo en busca de su varita. Reconoció el tacto en cuanto lo rozó con las yemas de sus dedos. La agarró con manos temblorosas e intentó curarse la muñeca.
- Episkey…- murmuró con voz pastosa. El rayo de magia no alcanzó su objetivo. Al tercer intento consiguió hacerse un apaño medianamente aceptable, teniendo en cuenta que su voz temblaba de puro terror. Se levantó lentamente y se atrevió a volver a su cuarto, alerta. Sus pies descalzos rozaban la madera, provocándole algún que otro arañazo en las plantas. Pero ella no miró al suelo, ni siquiera a su alrededor. Tenía miedo de girarse y encontrarse de nuevo frente a esos ojos aterradores, crueles, obsesivos. Por segunda vez esa noche tuvo un accidente por no dar la luz.
- ¡Lumos!- el terror, el cansancio y la constante alerta habían terminado por cabrearla. Ya no le importaba chillar. Si ya la había encontrado una vez, nada le impedía volver a hacerlo. El hechizo hizo efecto a la primera. Un pequeño rayo de luz iluminó una pequeña zona de oscuridad, como una linterna muggle. Caminó con cuidado entre las camas hasta la suya propia y descubrió que la ventana seguí abierta. Le daba miedo hasta acercarse a ella, pero más aún dormir sin haberla cerrado. Pensaba los paso antes de darlos y cada gota contra el cristal le producía intensos temblores. Al fin llegó junto al alféizar y sacó las manos a la cortina de agua para agarrar las contraventanas.

Sonrió. Veía su espalda, sus curvas. Podía oler su sangre y su miedo, saborearlos desde allí mismo, estaba tan cerca… y tan sumamente asustada. Se deslizó a través de la habitación. Tres metros, dos, uno…

Una maldición impactó contra su cuerpo. Pero no lo entendía. Él debía estar fuera. ¿Por qué la había atacado desde atrás? Ni siquiera podía cerciorarse de su posición, la había inmovilizado completamente. Pareció leerle el pensamiento. Sin rozarla realizó una floritura en el aire y su cuerpo giró hasta que pudieron mirarse a los ojos. Lo que vio en ellos no la tranquilizó lo más mínimo. Furia, ansias, hambre, ni un ápice de compasión. Su sonrisa malévola contribuía a su aspecto monstruoso. Alzó la varita y, con un hechizo que ella desconocía, trazó en su pecho una cruz sangrante, realmente dolorosa. Lo peor de aquello era no poder gritar, ser incapaz de pedir ayuda a cualquiera de sus amigas, aunque las pusiese en peligro a ellas también. Anemia no era valiente, ni tenía mucha estima a sus compañeras. ¡Solo quería que parase de una vez! La sangre empapaba su camiseta y goteaba al suelo. Cuando hubo finalizado su obra, cesó el dolor. Pero si ella creía que eso había sido lo peor estaba terriblemente equivocada. La apuntó una vez más y la hizo arrodillarse frente a él. Sus heridas protestaron. La miró desde arriba, sintiéndose poderoso. Su sangre le había excitado. La iba a hacer sufrir. Oh, claro que sí…
- Crucio.- susurró. Ella descubrió la satisfacción que torturarla le producía en su voz. Y ésta fue en aumento cuando sus huesos se quebraron, su piel se rasgó y todas y cada una de sus células comenzaron a arder. Pero nada era real. La maldición torturaba a su cerebro y éste se negaba a soportar todo el dolor solo. Cada vez se sentía peor. ¡¿Por qué no la mataba ya?! Quería que todo acabase ya, no entendía como su cuerpo aguantaba los latigazos que se producían por doquier. Las lágrimas se fundían con la lluvia, que no amainaba. Él pareció satisfecho cuando ella se desplomó sobre el suelo. Chascó la lengua y con una simple patada, la envió afuera, a la tormenta, a su muerte. ¿De veras había creído que pronunciaría la Avada Kedavra? No, sería demasiado…placentero para la niña.
Anemia abrió los ojos mientras vivía sus últimos instantes. Pero ya no caía, se encontraba boca abajo sobre su mullido colchón. Lloró de puro alivio. Aún llevaba el uniforme puesto. Se había quedado dormida. Gracias a Godric había sido una pesadilla. Sonrió y cogió sus útiles de aseo de la mesilla de noche. Se giró para marcharse al aseo y su corazón se congeló. Su asesino estaba allí, sonriente, esperándola. La varita apuntaba a su pecho una vez más, elegante, impredecible, mortal.

2 comentarios:

  1. Nueeve :ligón: Muy genial, ¡ni una falta de ortografía! Me gusta, es inesperado ^^

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  2. ¡Un DIEZ como una casa!
    Es simplemente perfecto *________________*

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